Julio Cortazar
Cualquier mañana libre, en un colectivo, un tren, o algún parque, siempre leí a Cortázar. Ese día, a horas de su cierre, llegó a mí un concurso de arte con su nombre como consigna. En seguida empecé a bocetar algunas ideas al tiempo que ponía unos audios con su voz.
Esa mañana fue un ir y venir. Historias que me llevaban y traían, transformándose en un cambio de dirección del dibujo, en la búsqueda de resumir todo en una mirada. Tomando unas cuantas fotos suyas como referencia, en diferentes ángulos, para obtener una comprensión de su rostro en el espacio, aparecían miradas que en seguida eran borradas por otras. Su voz marcaba el ritmo guiando la continua transformación, con cada palabra, cada imagen, y cada historia. A las 5am, luego de buscar incesantemente la mirada que imaginaba, miré el dibujo, aun sin vida, y enojado desistí de la ya débil intención de completar la obra.
Meses después, ya sin la presión del tiempo ni de las propias expectativas, volví a encontrarme con ese rostro que empezaba a cargarse de sentimientos, de expresiones espontáneas atrapadas en videos suyos, otras imaginadas entre líneas, y de ese deseo de ser como Johnny y “lanzarme de cabeza contra la pared”: dejarlo ser, libre de toda prefiguración.
En un instante la paz encontró esa hoja, y decenas de fotos, textos, lecturas en sus cintas, entrevistas y su caminar por París, empezaron a empapar la hoja desde otro lugar. Trazos aparecían solos, con casualidades que encontraban sorpresas en un andar despojado de todo lo que no le era propio.
Ese día apareció algo más allá del grafito sobre el papel, y la obra encontró una pausa de un tiempo indefinido. Así, hoy, ésta es su mirada a través de los trazos de mi más profundo sentir.